viernes, 23 de octubre de 2009

Fiorenza, mein Liebe.*

El año pasado, en Semana Santa, me tomé mis primeras vacaciones decentes y dignas de tal nombre después de séis años, más o menos. No es casual que me hubiese licenciado en Septiembre anterior y que hubiese estado planeando, por lo menos de forma inconsciente, hacer algo así desde que entré a trabajar en el laboratorio de mi universidad el Octubre siguiente. En Enero hice una lista de objetivos para el año (una guía de cosas que esforzarme en conseguir, puede que luego no cumpla todas pero ayuda a mantener una sensación de progresión) y el viaje estaba entre ellos.
En principio no tenía pensado algo ambicioso, quería algo para desconectar, un descanso, y planee un viaje a Viana, en Navarra, villa donde está sepulcrado César Borgia (soy un gran aficionado al Renacimiento italiano y uno no puede comprender la época sin él). La cosa no salió adelante porque el hotel que pensé en principio no me respondió, así que lo dejé pasar y no volví a darle vueltas en un tiempo.

A principios de Febrero, sin embargo, me decidí a subir la apuesta y exploré las opciones de Florencia porque Leonardo (mi jefe de aquel entonces, persona a la que aprecio enormemente y por la que siento un gran respeto; mi maestro, vaya) me había comentado algún tiempo antes su viaje con la familia por Italia (son argentinos y su familia es de origen italiano por las dos ramas, así que se patearon tooooooda la península) y cuando estuvieron en la ciudad del Arno. Le pedí el folleto del hotelito en el que se alojaron y que me dijo que estaba muy bien y lo busqué por internet, hallando el modo de reservar y hacerme, finalmente, el viaje que quería.
Estando a cosa de un mes y una semana de la Semana Santa, envié un e-mail a mis amigos y conocidos con el plan del viaje y una fecha límite de inscripción. Como todos, o casi, respondieron negativamente me ví en la situación de decidir si marcharme yo solo. Después de cosa de un lustro sin un viaje de vacaciones decente la decisión estaba entre quedarme aquí en Semana Santa, con sus nazarenos, sus beatos y todas esas gilipolleces o la ciudad sin la que sería imposible entender la historia italiana, por no hablar del arte universal, desde la Edad Media.

Una decisión muy difícil.
Así las cosas, el 17 de Marzo de 2008 partí hacia Florencia por cortesía del grupo Lufthansa y con escala en Munich. Pasé séis días pateándome la ciudad, explorando, reconociendo el trazado, visitando los museos: la galería de los Uffizi, el museo del Barghello. Me extasié en el Baptisterio de Santa Maria del Fiore, con sus estilos diferentes (clásico, medieval, bizantino, árabe), los jardines del Boboli. Me sentí pequeño e insignificante y me dí cuenta de que mis problemas no eran realmente importantes cuando estuve en esas inaprehensibles maravillas con más de siete siglos que son San Miniato al Monte y la Basilica de la Santa Croce. La experiencia exterior y la experiencia interior se fundieron y tuve una sensación que no había tenido en mucho tiempo: que también te pueden pasar cosas buenas.
Dejando de lado los regalos y souvenirs que me traje (si váis por allí prestad atención a los cuadernos florentinos, una maravilla), el mejor regalo me lo llevé yo al poder disfrutar de una ciudad que, para mí, es sin lugar a dudas lo más hermoso del mundo, un lugar en el que la historia está (es) en cada puñetero adoquín. Y creo que si no hubiera ido solo no lo habría disfrutado tanto. Levantarme a las siete de la mañana todos los días y salir a patearme la ciudad hasta que volvía al hotel a las seis de la tarde (cuando volvía al hotel y echaba un rato con la DS y otro leyendo a, casualmente, Stendhal) y hacer todo a mi ritmo, con mis pensamientos como único compañero, me dio tiempo para prestar atención y absorber lo que veía, escuchaba, olía y sentía. Es cierto que tenía cosas en las que pensar, me preocupaba mi futuro profesional (de una forma que luego he visto que era sintomática) y tuve un par de ocasiones en las que mi moral estuvo por los suelos, pero la enorme belleza de los rincones más insospechados de la ciudad y el arte escondido allí, y una buena comida alejaban lo peor de mi pesimismo obsesivo.

Sin embargo, lo mejor del viaje estuvo al final.

El aeropuerto de Florencia es pequeño y difícil, en términos aeronáuticos, tanto por su tamaño y localización como por la meteorología de la zona (la Toscana viene a ser como el norte de España en su régimen de lluvias, pero es más calurosa en verano). El día anterior a mi vuelta a Madrid, el avión de la subsidiaria de Lufthansa que tendría que haber llegado a Florencia no pudo aterrizar y se desvió a Bolonia, así que cuando llegué al aeropuerto a las seis de la mañana me encontré con la cola de facturación en la que nos informaron que tendríamos que facturar, coger un autobús y ya despegar en Bolonia. La suma del tiempo desde la salida de Florencia más el trayecto hasta Bolonia y que, cuando llegamos allí nos informaron de que la tripulación no había tenido su tiempo de descanso reglamentario desde el día anterior hizo que nos retrasásemos alrededor de tres horas respecto a la salida prevista (de siete menos cinco a diez y cuarto).
Vale, la mayoría de la gente estaría a estas alturas un tanto quemada, sobre todo porque para cuando llegásemos al aeropuerto de enlace (en la vuelta, Frankfurt), la mayoría habría perdido su vuelo correspondiente pero como yo volvía en sábado y había tenido unas vacaciones estupendas, me tocaba la polla todo. Me contentaba con que no me perdieran la maleta y, además, la Lufthansa tuvo la cortesía de pagarnos el desayuno (Iberia, va a volar contigo la Topota**). Como problema adicional, no tenían el catering del desayuno por motivos logísticos, así que repartieron una especie de galleta-bombón sabrosa pero harinosa como un polvorón. El vuelo de enlace, claro, suponía un problema pero cuando llegamos a Frankfurt, a eso de las doce o por ahí, y subimos a la terminal, una funcionaria de físico rotúndamente germánico y germánicamente rotundo nos redistribuyó: los que peor lo llevaron fueron unos yanquis que iban a Dallas-Fort Worth y que tuvieron que quedarse en un hotel hasta el día siguiente, seguidos por unos argentinos que podían elegir si ir hasta Sao Paulo y allí enlazar a Buenos Aires. A mí me habían reservado plaza para el siguiente vuelo a Madrid, el de la una, y allí que fui atravesando la terminal dejándome llevar un poco y botando en las cintas transportadoras.
Pero lo mejor ocurrió en la puerta de embarque, donde un amable empleado de la compañía me indicó que mi plaza había sido asignada en clase business. No se me quitó la sonrisa de idiota en todo el resto del fin de semana, claro. Me habría podido acostumbrar tanto al espacio disponible como a la calidad del menú. Una conclusión de viaje realmente estupenda.


Anécdotas del viaje:

-El jevorro motorista metalero que me pasó en la calle que va a la iglesia de San Lorenzo y que, piercings y pendientes en la cara incluídos, se iba persignando como si de verdad llevara a Satán pegado al culo.
-La yanqui que llevé al lado en el autobús a Bolonia y que iba cabeceando. Me imaginé que al final acabaría apoyándome la cabeza en el hombro y así fue. Pasé medio viaje intentando no reirme ante la situación cuando empezó a revolverse en sueños haciendo ruiditos.
-La Estonia/Letona/Lituana divina de la muerte que llevaba al lado en el avión a Frankfurt y que con toda su amabilidad, mientras me debatía con el envoltorio irrompible de la galleta, me lo cogió de las manos y me lo abrió. Siempre me quedaré con la duda de si ahí había plan o no.
-La parejita de españoles que venía desde Florencia conmigo: al subir en Frankfurt, él, que se debió quedar con mi cara, cuando pasó por la clase business me miró y se quedó con cara de perrito a punto de ser atropellado. Ese momento, amigos, es la definición de Schadenfreude.

*Si el gabacho aquel decía eso de Hiroshima, yo lo digo de Florencia.
**La Topota madre, claro.
***Hoy he tenido la desgracia de que estando tranquilamente disfrutando de mi tiempo libre en un Starbucks de mi elección se me han sentado al lado, poco antes de irme, por el tiempo y por razones obvias, un par de Ricarditos Costa en potencia, un par de pijitos chupapollas adolescentes que se dedicaron a comentar la presencia femenina como si estuviesen en un puto mercado de ganado. Los muy comerrabos me dieron la impresión de que hace setenta años, más o menos, serían un par de flechas, los muy mongos. Que asco me han dado, los muy hijos de puta.

4 comentarios:

MissMurphy dijo...

Florencia es uno de esos sitios que siempre he querido visitar: cuando mi presupuesto me dé para algo más que para un bonobús, me lanzo aunque sea yo sola,jejeje!

De los Ricarditos Costa adolescentes mejor no digo nada que me enciendo. Este tipo de gente hace que una se replantee si la teoría de la evolución sigue vigente...

Biónica dijo...

Jo me ha encantado la visita a Florencia... ha sido como estar allí :). Como compañero de viaje tienes que ser muy bueno. Exceptuando en lo de levantarse a las siete de la mañana (qué le vamos a hacer, una es así de marmota xD). Los mejores viajes son aquellos en los que alguien te enseña a través de la pasión que le pone :).

Y como corolario de viaje... Cojjjjonudo, sí!! Ya hubiera querido ya...

Illuminatus dijo...

Miss Murphy: lo de irte sola no es mala idea. Ya ves que yo me fui solo y lo disfruté una barbaridad. Eso si, hay calles por las que mejor no vayas: tanto escaparate de Bulgari, Armani y demás es mucho para un bolsillo moderado.

Biónica: lo de levantarme a las siete no era para tanto porque a las diez de la noche ya chafaba la oreja, así que calcula lo que dormía. Es una cuestión relativa lo de aprovechar el día.
La ciudad tiene un aspecto decadente, entre otras cosas por los efectos de la climatología sobre los edificios (los rastros negros de enmohecimiento, sobre todo) pero aún así es toda una visita y me llevé alguna que otra sorpresa inesperada.

AkaTsuko dijo...

Te llevaste al mejor compañero de viaje que jamás hayas tenido.

Y no me refiero a la DS.