Sin embargo, tengo serias objeciones al tono que toman algunas veces, demasiado autocomplaciente y autocongratulatorio con los logros. Quizá sea también cosa mía y mi gusto por ser un aguafiestas pero siempre hace falta transparencia y autocrítica, especialmente con racionalidad y desde el interior, porque si no hay que prepararse para soportar los ataques de los reaccionarios, los ignorantes y los malintencionados que montan cruzadas contra el progreso tecnológico, sean de base religiosa o neohippie.
Por eso, quiero hacer aquí una entrada aclaratoria sobre uno de los aspectos perversos de la investigación en biología: la guerra biológica.
Un poco de Historia.
El antecedente canónico de uso militar de agentes biológicos registrado fue el lanzamiento con catapulta de cadáveres de fallecidos por peste bubónica en el asedio tártaro de la colonia comercial veneciana de Caffá (Teodosia) en Crimea. Aunque esto resulte, de entrada, bastante repugnante, no es muy seguro que fuese la vía de contagio de la peste fuese ésta, ya que el vector (organismo que transmite una infección sin sufrirla) de la bacteria, Yersinia pestis, es la pulga humana común, Pulex irritans, que suele ir montada en ratas y es más razonable que las ratas que merodeasen en el campamento tártaro acabasen por colarse en la ciudad, donde el espacio cerrado hizo el resto. Sea como fuere, la cosa funcionó en lo que respecta a la toma de la ciudad: la Horda de Oro se apoderó del lugar, los venecianos que pudieron huyeron a Europa y el resto, gracias a las costumbres higiénicas deficientes en la Europa post-romana (la primera defensa frente a las pulgas es lavarse) y la población reducida de gatos domésticos, ya nos lo sabemos todos.
Hay otra referencia de cierta forma de guerra biológica entre los habitantes del Ponto, en el norte de la península de Anatolia, que tenían como costumbre recoger miel elaborada por las abejas a partir de los rododendros de la región. Esta miel era venenosa y queda constancia de ello en la Anábasis de Jenofonte y en los registros de las campañas de Cneo Pompeyo Magno en la región.
El punto clave para la cientifización del uso de agentes biológicos en aplicaciones militares, sin embargo, viene con el surgimiento de la teoría de los gérmenes de Pasteur y con la microbiología. Sin el conocimiento, estudio y aislamiento de los agentes causales se carece de las bases para poder usarla de forma fiable y, lo que en cierto modo es más importante, para industrializarla. A partir de ese momento, se producen verdaderos avances en la investigación, si bien su uso ha resultado limitado, debido a que se han conocido mejor las dificultades de su gestión efectiva.
Básicamente, los programas de guerra biológica sólo toman un desarrollo realmente significativo a partir de los años 20 del siglo XX. Durante la Primera Guerra Mundial, las estrellas fueron los diferentes gases empleados por las potencias de ambos bandos, que demostraron ser idiosincráticos y tener manías raras, como cambiar de dirección con el viento, por ejemplo. Es de imaginar, claro, que la idea de liberar un agente que, además fuese contagioso y pudiese saltar de la tropa enemiga a la propia no debió gustar mucho, sobre todo habida cuenta de las condiciones de hacinamiento e insalubridad presentes en las trincheras del frente, con su humedad, sus hongos, sus ratas... Hasta el médico con las nociones más elementales de epidemiología habría soltado una colleja al general con una idea parecida.
Los nazis, esos malos tan monstruosos y tan de libro, gente a quienes podríamos haber achacado una idea tan peligrosa y tan malvada como el uso de agentes infecciosos, no tuvieron un programa digno de mención (cierto, desarrollaron tres organofosforados neurotóxicos funcionales a bajísima concentración, efecto rápido y dispersión también rápida, el sarín, el tabún y el somán, pero no los utilizaron por el pánico de Hitler a que los aliados hicieran lo mismo; un raro ejemplo de sensatez hitleriana). Fueron los británicos y los canadienses quienes, en preparación frente a esa posible amenaza, desarrollaron sus propios programas, llegando a armamentizar* el carbunco (Bacillus anthracis), la brucelosis (Brucella spp. , conocidas como fiebres de Malta) y el botulismo (Clostridium botulinum).
Si miramos a oriente, no obstante, allí los japoneses, ya desde los primeros años 30, demostraron una crueldad y una monstruosidad sin precedentes. Si los alemanes industrializaron la muerte en los campos de exterminio (Vernichtungsläger), deshumanizando a las personas hasta hacer de ellos materia prima, los japoneses convirtieron la china ocupada en una gigantesca placa de petri. Por poner un ejemplo, no creo que el más horrible de todos, uno de los procedimientos consistía en abrir heridas en las extremidades a prisioneros de guerra que posteriormente eran infectadas con un inóculo de esta o aquella bacteria para promover la gangrena. El prisionero, en esa fase, era dejado al aire libre en condiciones que favoreciesen la congelación de la herida para poder estudiar el progreso de la patología. Desarrollaron bombas de pulgas, por cierto, que incluso planearon, y no sé si llegaron a, utilizar contra los Estados Unidos. La unidad 731 fue la más conocida de las que realizaron este tipo de experimentos pero no la única y es muy notable que, si los alemanes han reconocido los crímenes del nazismo hasta la extenuación, los japoneses aún no y entre la población general estos episodios son objeto hasta de cierto grado de negación.
Después de la Segunda Guerra Mundial los soviéticos y los americanos (fundamentalmente, aunque es lógico que británicos y franceses también), arramplaron con todo lo que pudieron de ambos nazis y japoneses (si bien en el caso de los japoneses es especialmente infame el retiro dorado de la mayoría de sus miembros, que lograron entregarse a los estadounidenses) y desarrollaron sus propios programas, que darían para muchas entradas como esta, aunque baste decir que uno de los principales clientes de todo esto fue Saddam Hussein.
Que conste que, aunque no era un programa militar ni con fines de armamentizar el "bicho", hay algun proyecto de investigación que algo de guerra tiene por ahí.
Cómo funciona esto.
Usar agentes biológicos para fines militares no es fácil, por lo menos en lo que se refiere al patógeno entero, otra cosa son toxinas o productos derivados que no tienen vida, pero, para empezar, cualquier cosa viva tiene un margen de incertidumbre que rebaja su fiabilidad para el uso bélico.
El problema fundamental, aquel en el que todos los que han usado o querido usar agentes biológicos se han topado con el primer obstáculo es el riesgo propio de exposición. Se trate o no de agentes contagiosos, el material biológico tiene la manía de contaminar y proliferar. Esto vale para bacterias, virus, hongos, parásitos e insectos y no hay forma de rodearlo: si no tienes una vacuna, un contraagente o un medio de prevención, estás jugando con fuego y más vale que lo dejes estar. No sería una buena idea que tus tropas ocupen el territorio enemigo y vuelvan a casa trayéndose algo muy malo que luego acabe con tu población civil cuando te las dabas por victorioso. Añadamos en este epígrafe la capacidad de mutación de cualquier organismo vivo y la idea de que se tiene al "bicho" bajo control se diluye muy rápidamente.
El segundo problema es puramente tecnológico: la liberación. Diseminar un gas es relativamente sencillo, tienes un cilindro o bombona y lo abres cuando está el viento a favor o empleas un proyectil para mortero especial. Sin embargo, si se trata de un agente biológico, tienes que tener en cuenta que está vivo: no puedes emplear altas temperaturas o explosivos y, en caso de no formar endosporas, necesitará estar en algún tipo de fase acuosa para estar activo. Es un problema de ingeniería bastante cabrón.
Otro de los problemas es la armamentización propiamente dicha del agente biológica. Todos los patógenos tienen dos características: virulencia y contagio. La virulencia indica cómo de patogénico es el agente, cuán dañino e invasivo es en el hospedador. El contagio, o la facilidad de contagio, hace referencia a cómo de transmisible es el agente biológico. Si uno emplea un agente derivado o inerte, no es probable que se transmita, por motivos obvios, pero en cuanto recurres a un agente vivo, la probabilidad de contagio aumenta en tanto pueda utilizar más vías de paso de un hospedador a otro y del número de hospedadores en los que pueda alojarse, haya o no patogénesis. De esta forma se comprende que un virus como el de la gripe, transmisible por vía aérea y que puede residir en aves así como en humanos y otros mamíferos sea un ganador nato en términos de contagio. Lo que ocurre es que, normalmente, virulencia y transmisión son inversamente proporcionales. Es decir: cuanto más mortífero es un agente biológico, más difícil es que se transmita con éxito.
Esto último es un hecho observado y conocido que tiene su lógica cuando uno estudia la epidemiología de los paráisitos. El ideal de todos los patógenos es alcanzar la estabilidad del parásito: ocupar su hospedador y vivir de él sin causar perturbaciones graves que comprometan su multiplicación y transmisión a nuevos hospedadores de generaciones posteriores. Por eso mismo, un virus como el ébola, que causa la muerte en tiempo relativamente breve, causando hemorragias y se transmite a través de la sangre, tenderá a evolucionar naturalmente hacia variantes que sean menos mortales, no comprometan la movilidad del hospedador y resulten menos obvias en sus signos externos.
De este modo, a la hora de escoger un agente biológico hay que formar un criterio sobre el objetivo. No se trata ya sólo de que uno pueda desarrollar un programa defensivo para generar antiagentes, vacunas y antídotos frente a aquellos agentes que se sepa o se sospeche que puede manejar un potencial enemigo, se trata también de determinar qué se quiere hacer con los que uno puede desarrollar de forma ofensiva. Aunque el armamento biológico puede ser un arma de destrucción masiva y un elemento de terror, algo que despierta la imaginación y el miedo del enemigo, lo cierto es que, por lo expuesto más arriba, su mayor utilidad reside en el daño económico que pueden causar (el carbunco, por ejemplo, es perfecto contra el ganado, lo que puede machacar la economía de un país) o en el colapso de la infraestructura sanitaria (que de por sí vendría acompañada por pánico, colapso social y económico...).
Aunque el uso de la tecnología para fines destructivos, del mismo modo que con las armas nucleares, no ha sido el fin de la ciencia en sí, es cierto que sin la colaboración necesaria de los científicos que han participado en ello no se podrían haber desarrollado estas aplicaciones. La decisión y la implicación ética de los científicos que han colaborado en el desarrollo de estas armas puede tener las coartadas morales que uno quiera pero salvo por los resultados colaterales de vacunas y mejora de la lucha contra estos patógenos, éste es sin duda uno de los rincones más oscuros de la investigación en biología y conviene recordarlo para tener claro que los científicos no somos los espíritus puros que siempre querríamos ser.
*La traducción que uso yo, porque me da la gana, de weaponization.