El domingo pasado murió mi abuela. Sobre la una o las dos, no lo sé bien, llamó la mayor de mis tías, que era quien cuidaba de ella (y de mi abuelo también hasta que murió), y dijo a mi madre que el médico le había dicho que avisase a los miembros de la familia. A eso de las cuatro menos veinte o así, cuando mi madre y yo estábamos preparándonos para salir, volvió a llamar para decirnos que ya había muerto.
Mi madre y yo recogimos a otra de mis tías y fuimos hasta casa de una tercera de ellas para ir con ella y con una de mis primas hasta Santander. Echar gasolina y ajustar la presión de los neumáticos se convirtió en una pequeña crisis, entre los nervios de mi madre y mis tías (que son ya de natural un poco histéricas) y que casi perdemos el tapón de una de las válvulas de uno de los neumáticos. Salvo la pausa en Lerma, hicimos el viaje del tirón para poder llegar antes de cierre del tanatorio y poder ver a mi abuela. Mi tía la mayor estaba deshecha y con los nervios afectados y vi llorar a mi madre por primera vez en mucho tiempo.
El día siguiente pasamos el día en el tanatorio, viendo a mis tíos que ya estaban allí y a mis otras primas (una de ellas volvía de Almería para Madrid el mismo domingo), recibiendo a la plétora de primos de mi madre, familia y demás que se llegaron hasta allí (somos una familia montañesa: numerosos, muy tradicionales para estas cosas y que nos trazamos mucho) y después a pasar el trago de llevar el cuerpo hasta el crematorio. Mi madre y mis tías se deshicieron otra vez en lágrimas.
Al día siguiente, subimos al valle para el funeral de mi abuela en el pueblo. No había estado allí desde el verano en que vi por primera vez a mi abuela con el mal de Alzheimer completamente evidente. Comimos en el mismo restaurante en que comimos en aquella ocasión y creo que hasta las mismas natillas. El valle estaba como lo recordaba, apenas había cambiado. Los mismos lugares en los que había pasado veranos enteros con mi madre, mis primas y mis sobrinos, a veces.
El funeral, la verdad, me resultó tedioso. Entre mi falta de fe y mi distanciamiento del ritual, me costaba verlo salvo como algo melodramático. Lo mejor vino después, con las docenas de primos y primas y parientes de todo tipo de la familia de mi madre. Mis primas y yo estábamos ahogados en un mar de nombres y caras que no podíamos ni seguir, salvo algunos casos concretos meritorios por una cosa o por otra que les garantizaría un papel secundario en una película con guión de Azcona y dirección de Berlanga.
Después del funeral, enterramos las cenizas de mi abuela en el rosal de la casa en que vivió en el valle, que ahora es de una de mis tías. Allí es donde están también las de mi abuelo. No es que se llevasen especialmente bien pero después de tantísimos años, ya no tenía sentido separarles.
Cuando volvimos a casa, pasamos buena parte de la noche hablando de cosas de la familia: quién estuvo y quién no, quién es oveja negra de la familia y esas cosas que contribuyen a hacer pasar a las familias por este dolor (nada como un buen enemigo común para eso).
Hemos vuelto esta tarde a casa. El viaje ha sido mejor que el que me dieron mi madre y mis tías al ir, aunque sólo fuese porque iba con mis primas y no hemos hablado tanto pero al menos ellas dos tampoco están al borde de la histeria. Mi tía la mayor se ha quedado en la casa de Santander, ahora sola, aunque vaya a ir a ayudarla a desmontar las cosas la mujer que ha estado ayudándola en los últimos años, persona sencilla pero a la que le debemos mucho. Esperamos que tenga a sus amigos cerca, porque la casa se le caerá encima.
Al volver a casa he llorado todo lo que no he llorado en estos días. La sensación de urgencia y de importancia que se instaló en mí el domingo hizo que me mentalizase con una actitud de acometer primero lo principal (llegar a Santander, hacer los trámites y demás) y después permitirse los nervios, los estallidos emocionales y demás pero ese estado de excepción ha pasado y ya sólo queda la sensación de vacío al volver a la vida cotidiana. Ha sido bueno, muy bueno, volver a ver a algunas de mis primas a las que no había visto desde hace años y no habría sido lo mismo sin ellas, sin gente con la que compartí muchos años de crío y muchos recuerdos con mi abuela. Ha sido bueno volver a sentirse parte de una familia grande y parte de la tierra de la familia. Por mucho que sea de Madrid, como la mayoría de mis primas, llevamos los montañeses dentro.
Por mi calendario, perdí a mi abuela hace ya siete años. Afronté las cosas a mi modo, más o menos cobarde pero intentando superar el dolor de perder a una persona a la que quería muchísimo devorada lentamente por esa maldita y cruel enfermedad. Estos días he escuchado de la gente que la conoció, una y otra vez, cómo se referían a ella como una señora. Porque si hubo algo de lo que dio ejemplo mi abuela fue de dignidad y de hacer lo que fuese necesario para sacar adelante a sus nueve hijos. Pocas personas han sabido conducirse con su dignidad y siendo tan buenas con los demás, hasta con quienes no se lo merecían. A pesar de cómo se fue, el hueco que deja es enorme.
Y ¿sabéis esas películas, inglesas, americanas o... da igual, en las que el protagonista tiene que viajar por un funeral de alguien de su familia y lo hace solo pero se encuentra con la familia o lo hace con la familia o cualquiera de esas variaciones? Bueno, con lo bueno y con lo malo, con más o menos detalles, son verdad.