lunes, 1 de diciembre de 2008

Ni Puta Idea.

Deben de existir pocas sensaciones tan terroríficas como el día en que uno se planta en el trabajo y le dicen, poco más o menos, que tiene que volar solo. Si uno tiene al jefe encima y le va dando instrucciones de esto o aquello, no hay demasiadas preocupaciones salvo el tener que repetir las cosas porque no salgan o cagarla por torpe (claro que es más difícil si te supervisan). Sin embargo, en el momento en que te dicen que te ocupes de algo tú solo, la cosa se pone peliaguda. No es sólo el riesgo de cagarla bien cagada sino que se suma el enorme vacío lleno de posibilidades (valga el contrasentido) delante de uno y el peso de la pregunta "¿Qué coño hago ahora?" rebotando en el interior de la cabeza. El mundo se abre ante tí con todas las opciones y eso da miedo. Da miedo de verdad.

Es en ese tipo de ocasiones, cuando tenemos que enfrentarnos a la propia ignorancia, cuando nos acojonamos al admitir que no tenemos ni puta idea sobre algo que creíamos manejar ya. La responsabilidad recae sobre uno mismo y se supone que tenemos la preparación necesaria para ello pero no nos lo creemos todavía y llevamos el miedo a cuestas. Necesitamos la prueba de fuego, necesitamos hacer las cosas en solitario para ver que hemos aprendido y que lo que hemos hecho antes ha quedado fijado y que podemos repetirlo sin tener encima a alguien que nos controle y nos lleve de la mano. En cierto modo, quizás porque en mi área de mi profesión se trabaja con cosas que no se ven, que uno confía en que estén ahí y que sólo comprueba mediante métodos indirectos, no a través de sus sentidos, es una forma de superar una cierta sensación de magia, de rito sobrenatural. Uno pasa de sentir que el jefe es el chamán, el brujo vudú que tiene poderes para hacer las cosas a hacerlas uno mismo y darse cuenta de que no hay nada mágico al respecto.

Es bastante chorra que alguien que se dedica a la ciencia pueda sentir algo así pero no me ha pasado sólo a mí. Durante los últimos meses en mi anterior puesto, me encargué de formar a mi sucesora y enseñarle los trucos del oficio y ella me confesó que también tenía la misma sensación. Los protocolos existen por algo pero en ciencia, al trabajar en la frontera entre lo conocido y lo desconocido, creo que es normal que haya esta sensación de magia: la mayoría de las veces uno opera aplicando métodos que se han comprobado en otras situaciones u otros organismos, no hay garantías de que funcione o que los resultados tengan la misma interpretación, por eso el trabajo va más allá de lo material y pasa a lo conceptual, a luchar con las ideas y la información para extraer su sentido. Suena entusiasta, lo sé, pero en el fondo, con el tiempo y la familiaridad, la cosa se atempera y, desgraciadamente, pierde parte de su gracia.

Al hablar con gente un poco familiarizada con el tema, es cuando uno recupera la sensación de magia y brujería que muchas veces tiene la profesión. Cuando se recuerda cómo el abismo está delante de tí, planteando más preguntas de las que nunca hubieses imaginado y sacando las inseguridades y dudas sobre tí mismo que llevas dentro. Resulta, cuanto menos, interesante a nivel psicológico pero supongo que es algo intrínseco a la búsqueda de conocimiento: las personas que tiene esto como profesión no son especiales, salvo unos cuantos genios con una capacidad de proyectar el futuro, pero el trabajo, una vez se supera la dimensión material, lo es.